Una carta le sacudió una historia que había quedado enterrada hace 32 años. Tan guardada que ni sus hijos la conocían. No sabe por qué, confiesa María Mendoza. Quizás porque hay cosas que cuestan hablarlas.
Era abril de 1982 y tenía 20 años. Estaba cursando la carrera de Enfermería de la escuela de Sanidad Naval e Instrumentadoras del Hospital Naval Puerto Belgrano cuando la convocaron para que alistara, junto a un grupo de compañeros, el primer buque hospital de la Armada. “Teníamos una semana para dejarlo listo y para que zarpara hacia las Islas Malvinas”, recuerda María, de 52 años y hoy enfermera en terapia intensiva de un sanatorio privado. Se trataba del buque Bahía Paraíso, un rompehielos que llevaba alimentos y tecnología a la base Marambio en la Antártida. “En una semana había que convertirlo en un hospital. Cuando me convocaron sentía una emoción enorme porque sabía que iba a servir a la patria”, confiesa.
Había decidido rendir el ingreso a la carrera de enfermería a fines del 79 cuando se enteró que iban a comenzar a incorporar mujeres a la delegación naval del Ejército. “La prueba fue dura. Éramos cientos y cientos de chicas y yo quedé en el primer puesto del Norte. Solo entramos cinco”, cuenta.
Ingresó el 5 de mayo de 1980. “Cuando se declaró la guerra en el 82 nosotros seguíamos con las clases. Vivíamos en el hospital en la base naval de Bahía Blanca”, dice.
Durante la noche -recuerda con exactitud- se manejaban a oscuras porque no se permitían luces. “Éramos objetivos de guerra y había que ser lo más cauteloso posible”.
Para el alistamiento solo tenían una semana. Había que pintarlo de blanco, subir tubos de oxígenos, armar una sala de Rayos, equipos de cirugía, camas de internación, una morgue...”, enumera.
“Tienen que bajar”
Cuando María abrió la carta, esos días se le pusieron en frente. “Era una invitación para participar de un reconocimiento a las enfermeras que trabajaron en el alistamiento del buque Bahía Paraíso”, explica. Un reconocimiento que llegaba 32 años después, pero llegaba, pensó.
Los días de alistamiento se terminaron abruptamente el día que las mujeres recibieron la orden de desembarcar. Estaban convencidas de que su tarea continuaría en alta mar socorriendo a los heridos de guerra. “Nos dijeron que por una cuestión moral debíamos dejar el buque. Se nos partió el alma, llorábamos porque sabíamos que era una injusticia”, recordó.
Solo permanecieron varones a bordo, muchos de los cuales recibieron una rápida instrucción de las enfermeras porque tenían menos experiencia. En algunos paquetes de gasas les escribieron un versículo de la Biblia: Caerán miles a tu derecha e izquierda, pero a ti ni te tocarán”.
Otro llamado
Con el trágico hundimiento del Crucero General Belgrano conocieron el horror de la guerra. “Nos destinaron al Hospital Naval para cubrir guardias y atender a los heridos que llegaban”. Su tarea era concreta: salvar los pies congelados de los soldados. “Conocí el llamado pie de trinchera. No se podían sacar las botas porque las tenían pegadas a la piel”, cuenta.
Su único pensamiento era salvar esos pies para que no les fueran amputados. “Los cepillaba, me agachaba con un fuentón de agua caliente y los frotaba. Estaban negros por la necrosis”, relata. Recuerda que las camas comenzaron a ser insuficientes y que había internados en los pasillos, sentados en sillas de rueda, en el piso. “Parecía el infierno del Dante. Nosotras les hablábamos, les decíamos que ya iban a estar con sus familias. Teníamos la misma edad”, contó.
Pasaron 32 años y recién ahora lo habla abiertamente. “Nadie, ni siquiera mis compañeros de trabajo y mis hijos conocían esta historia”, dijo. Confiesa que le duele ver cómo hoy se reconoce a quien llega lejos sin esfuerzo, mientras que a esos jóvenes que dejaron la vida por la Patria nadie los valora. “Ellos dejaron la mejor parte de sus vidas”.
Esa carta la ayudó a reconciliarse con parte de su pasado. A superar la frustración de no haber podido estar a bordo del buque hospital y a valorar su tarea salvando los pies de los soldados. “Estoy enamorada de la enfermería”, dice sin vueltas. Y esos días de 1982 marcaron su vocación profundamente.